14/05/2025
Con motivo del día Mundial de la Mucopolisacaridadosis, una patología lisosomal poco frecuente, hablamos con Jordi Cruz, director de la Asociación MPS Lisosomales y con Chema, un paciente de esta enfermedad poco frecuente que, a través de su historia, demuestra que la vida es, sin duda, cuestión de actitud.

Durante décadas, las mucopolisacaridosis (MPS) y otras enfermedades lisosomales han sido consideradas exclusivamente como patologías pediátricas. No era una cuestión de clasificación médica, sino de realidad vital: la mayoría de los pacientes no llegaban a la adolescencia. Jordi Cruz, director de la Asociación MPS Lisosomales, lo recuerda con crudeza: “Los pacientes no llegaban a la pubertad”. Era una época sin tratamientos eficaces, sin diagnósticos precoces y con un futuro prácticamente sellado desde el nacimiento.
Pero algo ha cambiado de un tiempo a esta parte. La investigación científica, los avances terapéuticos y, sobre todo, la lucha incansable de familias y asociaciones han dado la vuelta al guion. Hoy, cada vez más personas con MPS alcanzan la edad adulta, construyen sus vidas y exigen tener voz propia en las decisiones que afectan su salud, su cuerpo y su porvenir. “Antes hablaban los padres; ahora hablan ellos”, señala Cruz. Y una de esas voces que ahora se escuchan, tiene nombre: Chema.
Chema: un ejemplo de vida decidida
Chema es uno de esos referentes que encarnan la transformación del pronóstico en esperanza. Paciente con mucopolisacaridosis tipo 1 (MPS1), hoy tiene casi 39 años. Está casado, tiene dos hijas y lidera un grupo de pacientes adultos dentro de la Asociación MPS Lisosomales. A pesar de las secuelas físicas que la enfermedad ha dejado en su cuerpo, sus ideas son claras y su voluntad está intacta.
Le diagnosticaron con MPS1 cuando tenía solo dos años, tras un largo camino de dudas y desconfianza hacia el instinto materno. “Mi madre notó que algo no iba bien. Me cambiaba el pañal y veía que la cadera no abría las piernas igual. Yo estaba como más quieto, no me movía tanto”, recuerda. Pero en los años 80, en un pequeño pueblo de Extremadura, eso no bastaba. “Los médicos decían: son cosas de madre. Que se lo imaginaba. Que ya se me pasaría”.
El diagnóstico definitivo llegó de manera casi fortuita, gracias a una conversación entre su padre, guardaforestal, y un médico madrileño durante una montería, totalmente al azar.
A partir de ahí, y derivado a un hospital de Madrid, una genetista identificó la enfermedad apenas con verle. “Este chico tiene esta enfermedad”, sentenció casi sin hacerle ninguna prueba. Poco tiempo después, y siguiendo todos los protocolos, la biopsia lo confirmó, y también el pronóstico: “El pronóstico de vida era de 10 años. No había tratamiento. Solo decían que hiciera mucho deporte y que no me quedara quieto y mira donde estamos”, recuerda.
MPS1: una enfermedad progresiva
La MPS1 es una enfermedad genética rara, causada por la deficiencia de una enzima llamada alfa-L-iduronidasa. Esta enzima es responsable de descomponer ciertos mucopolisacáridos (glicosaminoglicanos), que, en ausencia de la enzima, se acumulan en las células, dañando progresivamente órganos, huesos, articulaciones y el sistema nervioso.
Chema lo explica con naturalidad: “Se van acumulando los residuos… llámalos musculopolisacáridos. Y las articulaciones quedan un poco más rígidas. Con malformaciones también”. Esa naturalidad no minimiza el impacto de la enfermedad. Desde pequeño, su cuerpo le mostró que no funcionaba como el de los demás. Pero nunca permitió que eso definiera su camino.
“Yo he hecho prácticamente una vida medio normal”, afirma Chema. Y lo dice con pleno derecho. Ha practicado motocross, boxeo, natación, escalada, y hasta jugó en un equipo de baloncesto en silla de ruedas. Ha vivido solo, ha conducido desde los 18 años, ha trabajado, ha viajado, ha formado una familia. Lo ha hecho todo con el esfuerzo multiplicado por mil y con el dolor físico como compañero constante.
“El pronóstico de vida era de 10 años. No había tratamiento. Solo decían que hiciera mucho deporte y que no me quedara quieto y mira ahora dónde estamos”
Su cuerpo ha sido intervenido en múltiples ocasiones. “Me han operado la espalda desde la zona media dorsal hasta el sacro. Tengo afectadas las cervicales. Sufro de estenosis de canal y contracturas dolorosas”. Y aunque en el horizonte se perfila otra operación, sigue moviéndose: “Si dejo de hacer deporte, lo noto. Me duele más todo. Me cuesta más”.
En su día a día, ha aprendido a adaptarse: utiliza vasos con asas, platos de ducha, utensilios adaptados, y cuida con especial atención la iluminación tras perder visión por una lesión corneal. “Antes de operarme de la córnea no podía salir solo de noche. Me desorientaba. Me daba miedo”.
Una vida sin ‘stop’
Pero si hay algo que ha cambiado su vida por completo ha sido su familia. Con 32 años, tras sobrevivir a un coma inducido por complicaciones durante una operación, Chema decidió emprender un viaje a República Dominicana para conocer a la mujer que hoy es su esposa. “Le dije a mi padre que me iba. Era domingo, y el martes me monté en el avión”. Se casaron dos meses después y tuvieron dos hijas, tras asegurarse genéticamente de que no heredarían la enfermedad. “Mis hijos son portadores, pero no la manifiestan. Les hicimos estudio genético antes de nacer”.
Su paternidad no ha estado exenta de miedos, sobre todo al principio. “Cuando eran muy pequeñitas, me daba miedo bañarlas. Tenía miedo de que se me escurrieran. Pero cambiaba pañales, las vestía, las daba de comer. Ahora las baño yo también”.
Actualmente, Chema vive con una pensión que le permite cierta estabilidad. Pero su mirada está puesta en lo que viene: “Vivimos en una casa con dos plantas. Pero sé que llegará un día en que no podré subir escaleras. Tendremos que mudarnos a una casa de una sola planta”. Lleva muleta por seguridad, está pendiente de una operación por dos hernias y un menisco dañado, y sigue un tratamiento semanal en el hospital de Cáceres. “A nosotros, un constipado nos puede llevar a una neumonía”, advierte. “Para nosotros, un problema pequeño se puede agravar mucho”.
Y, aun así, no deja de repetir lo que para él es una máxima vital: “Nunca he permitido que nadie me ponga un límite. Siempre me lo he puesto yo”.
MPS Lisosomales: la asociación como motor de cambio
Desde la otra cara de esta realidad, Jordi Cruz aporta la visión colectiva. Como director de la Asociación MPS Lisosomales, ha visto crecer una entidad que comenzó enfocada en investigación básica y que hoy apuesta por una atención integral a las personas. “Lo que antes no existía, ahora se puede construir”, afirma.
La asociación agrupa a cerca de 1.700 socios y abarca más de 70 enfermedades lisosomales distintas. Con sede en Esplugues de Llobregat (Barcelona), funciona como centro neurálgico de una red nacional e internacional. Desde fisioterapia hasta talleres de humor con monologuistas, el objetivo es claro: mejorar la calidad de vida de las personas. “Intentamos que rían, que vivan, que se sientan bien”, resume.

El trabajo, reconoce, no es fácil. Muchas MPS tienen componentes neurodegenerativos, lo que complica la autonomía y requiere un abordaje individualizado. Por eso, el testimonio de pacientes como Chema es tan valioso: porque demuestra que sí se puede. “Necesitamos apoyos”, insiste Cruz. “Porque empoderar a los pacientes no es solo escucharlos; es darles las herramientas para que, por fin, lideren su camino”.
Y es que, la historia de Chema no es la historia de una enfermedad rara, sino la de una voluntad ejemplar. Es la historia de un hombre que ha elegido vivir plenamente, no a pesar de sus limitaciones, sino con ellas. “Muchas cosas que incluso personas sin mi enfermedad no han podido hacer, yo sí. Si hubiera hecho siempre caso a los médicos, quizá no estaría como estoy. A veces me ha salido bien, otras no. Pero soy como soy”.
Y en ese “soy como soy” hay una afirmación poderosa. Porque, como dice Jordi, “lo que antes no existía, ahora se puede construir”. Y Chema, con cada paso, cada esfuerzo, lo está construyendo.