16/05/2025

Cada 15 de mayo se celebra el Día Mundial de la Neurofibromatosis, una enfermedad poco frecuente que afecta al sistema nervioso.
Con motivo de esta efeméride, hablamos con Aitana Aguilera, psicóloga de la Asociación de Afectados de Neurofibromatosis, especializada en el tratamiento de este tipo de patologías en menores. De su mano, aprendemos cómo los jóvenes conviven con esta enfermedad que, además de tener afectaciones físicas, impacta mucho a nivel emocional.
¿Qué es la neurofibromatosis?
La neurofibromatosis es una enfermedad genética rara que afecta al sistema nervioso. Existen distintos tipos, siendo la más común la neurofibromatosis tipo 1 (NF1). Esta patología se caracteriza por la aparición de tumores (generalmente benignos) en los nervios de todo el cuerpo. Estos tumores pueden afectar funciones motoras, cognitivas y sensoriales, además de provocar dolor crónico, dificultades de aprendizaje, problemas de visión o audición, y alteraciones estéticas visibles en algunos casos.
Aitana trabaja desde hace casi 2 años en la Asociación de Afectados de Neurofibromatosis, ayudando a jóvenes a afrontar, no solo el diagnóstico, sino el abordaje de una vida entera con esta patología.
“Lo curioso de esta enfermedad —explica Aitana, psicóloga especializada en adolescentes con NF— es que muchas veces no se nota a simple vista. Algunos pacientes tienen tumores cutáneos que se ven como pequeños bultitos, pero muchos parecen personas completamente sanas. Y eso, que puede parecer una ventaja, es también el gran hándicap con el que cargan toda su vida”, concluye.
No se ve, pero se sufre. Y eso hace que muchas veces se minimice, se juzgue, o directamente se ignore.
Diagnóstico
La enfermedad puede detectarse desde muy temprano —“con un mes de vida si se observan las llamadas manchas café con leche por el cuerpo”— o pasar desapercibida durante años. “Tenemos pacientes a los que se les diagnosticó con 40 años, después de mucho peregrinar por consultas”, cuenta Aitana. Lo más habitual es que el diagnóstico llegue en la infancia, pero cada caso es un mundo, como siempre se dice.
Y mientras el diagnóstico no llega, la angustia de las familias crece. “Hay madres que no se rinden. Que insisten, que lo notan. Que dicen: ‘a mi hijo le pasa algo, díganme qué es’. Sin ellas, muchos de estos diagnósticos no existirían”, reflexiona.
Una vez diagnosticado, según todos los psicólogos, el entorno escolar debería ser un lugar de apoyo. Pero muchas veces es justo lo contrario. “El colegio puede ser una trinchera para nuestros pacientes”, dice Aitana con crudeza. “Si un profesor se empeña en que el niño escriba bien cuando tiene afectada la psicomotricidad fina, o si en educación física se sigue haciendo eso de elegir capitanes y que escojan por turnos a sus compañeros, sabes quién se va a quedar el último. Siempre el mismo. El pequeño que no tiene la misma resistencia ni capacidad física”.
Y añade: “Hay niñas que se quedan solas en la biblioteca mientras el resto va de excursión. He visto llantos desconsolados por esto cuando me lo cuentan en consulta. Y lo peor es que se podría evitar fácilmente”.
Y es que, las soluciones, asegura, no son complejas. “A veces bastaría con darles unos auriculares para los exámenes si les molestan los ruidos, o permitirles usar un ordenador porque su letra es ilegible. Son ajustes mínimos que cambian radicalmente su experiencia escolar”. Y añade: “Tengo pacientes que, con unas gafas especiales o con un entorno un poco más flexible, han pasado de la desesperanza a participar en ferias científicas. No es magia. Es sentido común, empatía y formación”.
“Hay madres que no se rinden. Que insisten, que lo notan. Que dicen: ‘a mi hijo le pasa algo, díganme qué es’. Sin ellas, muchos de estos diagnósticos no existirían”
Sintomatología
“No eligen tener esta enfermedad”, repite Aitana, “y encima de cargar con ella, muchas veces se les castiga socialmente”. Los niños con NF (neurofibromatosis) suelen experimentar una maduración más lenta, lo que les hace sentirse fuera de lugar en algunos ámbitos, sobre todo en edades de pubertad en el instituto. “A los 16, muchos aún no se interesan por lo que se espera socialmente: salir, beber, ligar… y eso hace que el entorno les perciba como ‘raros’. Pero es que simplemente van un pasito por detrás. Llegarán, pero a su ritmo. Y eso nunca jamás debe de ser malo”.
El problema, insiste, no está en lo que no pueden hacer, sino en lo que no se les deja intentar. “He tenido pacientes a los que directamente no se les permitió matricularse en bachillerato porque les costó mucho cuarto de ESO y, automáticamente, el centro les cerró la puerta”
Frente a estos obstáculos, los propios chicos y chicas desarrollan una sabiduría dura, aprendida a golpe de obstáculos. “Saben perfectamente qué pueden hacer y qué no. Me dicen: ‘Aitana, sé que si voy al festival me va a doler la cabeza. Pero me compensa’. Lo asumen. Pero lo que no toleran es que alguien desde fuera les diga: ‘Tú no puedes’”.
Las familias: grandes cuidadoras
El acompañamiento familiar es constante… y agotador. “Tengo madres que me dicen: ‘tengo que ir a recoger a mi hija al cole solo para verle la cara y saber si hoy le han hecho algo’”. Son familias que viven en alerta continua. “Porque cuando un niño con NF dice ‘me duele la cabeza’, no es una frase más. Puede significar un tumor. Y eso activa todas las alarmas”.
“Son familias que ya no son solo progenitores. Son enfermeros, psicólogos, educadores, abogados… y todo lo hacen por sus hijos. Pero muchas veces, completamente solos”, explica Aitana. “El nivel de carga mental y emocional es enorme. Y aun así, sacan fuerzas para ir al cole, hablar con tutores, explicar la enfermedad… cada semana, una vez más”.
Ante la pregunta de “Qué se puede hacer como sociedad”, la respuesta de Aitana es clara: concienciar. “El problema no es que estos niños no puedan. Es que no se les deja”, insiste Aitana. Por eso es fundamental que la sociedad deje de mirar hacia otro lado. Que los docentes, orientadores, compañeros de clase, responsables políticos y ciudadanos de a pie conozcan esta realidad. Que se normalice. Que se hable. Que se escuche.
“Hay que sacar la enfermedad a la calle —dice Aitana— igual que sacamos al perro. Que pase por la calle, que se vea, que se hable de ella. Que deje de ser algo extraño. Que no se diga: ‘en mi clase hay un niño con una enfermedad rara’, sino simplemente: ‘en mi clase está Salva, y punto’”.
Y lanza una idea sencilla pero poderosa: el compañero sombra. Un recurso que se utiliza en otros países, como Estados Unidos, donde un compañero atento y empático acompaña al alumno vulnerable. “No cuesta dinero, no hace falta contratar a nadie. Solo sentar al lado a alguien que le avise al profe si ve algo. Puede cambiarle el día a un niño. Y al que ayuda, le hace sentirse importante y al otro, sentirse acompañado y seguro.”.
“No podemos permitirnos que el sistema educativo expulse a estos chicos. Que la universidad sea un muro. Que los profesores duden de su capacidad por una letra irregular o por un ritmo diferente”, reclama Aitana. “Ellos no necesitan privilegios, solo condiciones justas para demostrar lo que valen”.
“Nosotros, como asociación, estamos súper concienciados. Las familias, también. Los niños, por supuesto. Pero necesitamos que se entere el de enfrente. El vecino, el profesor, el director de centro, el político, el periodista. Porque si no, nuestros niños seguirán volviendo a casa con la misma pregunta de siempre: ‘¿Por qué me pasa esto a mí?”.